Casi como en cualquier otro pueblo, según se aleja uno del centro urbano, algunas calles se vuelven más estrechas, las casuchas se van amontonando como desmayadas y doblando una esquina o recoveco se esconde una vieja tasca. Una de esas en las que las paredes han sido pintadas el mismo año en el que limpiaron el botellero y los clientes vociferan sabiduría.
Jon recorrió las callejuelas reflexionado sobre la conversación telefónica que había mantenido el día antes. Unas semanas atrás le habían comentado que un alemán, que vivía en una finca a las afueras, también quería aportar información para el ya conocido reportaje que Jon estaba realizando. Finalmente, alguien le dio su contacto al alemán y concretaron una cita en un pueblecillo cercano. No podía negar que le había despertado cierta curiosidad al pedir claramente que se reunieran al menos a treinta kilómetros, donde no le molestasen.
Jon cruzó la puerta de La Cueva y sonrió al comprobar cómo discutían acaloradamente lo bien que funcionaría lo que fuese que iba mal, si a ellos les preguntasen de vez en cuando.
—A ver —le contestó el camarero al saludo— ¿qué tomamos, pimpollo?
—Parece ser que mucho vino —opinó Jon, mirando a los cuatro tipos— póngame lo mismo que a ellos y dígame si está por ahí sentado un alemán.
Se lo dijo, al final del pasillo en la pequeña sala trasera, pero no mostró simpatía alguna.
El pequeño salón contenía tres mesas y a una única persona tomando una infusión. Estaba casi seguro que nunca en su vida había visto una persona que tuviera una cabeza tan parecida a un puño. Y el puño le estaba mirando fijamente.
—Entre todas las costumbres desagradables que tienen —dijo con un fuerte acento del este— la peor es la de no respetar el tiempo ajeno. Como supondrá, soy Niklas Vestergaard.
—El alemán. —se jactó Jon mientras posaba su chaqueta.
Los ojos de Niklas se convirtieron en dos rendijas azules y se levantó con brusquedad. Le pareció como si fuera él el que descendía a gran velocidad, hubiera sentido vértigo si tuviera esa capacidad. Era con facilidad uno de los hombres más altos y delgados que Jon había visto en su vida.
Desplegó una enorme mano para estrechársela y Jon sonrió maravillado.
—Soy danés —masculló— como ya sabe todo ese maldito pueblo y no me mire así, señor Iriarte. Ya sé que soy uno de los más altos que ha visto y todo eso. Siéntese y hablemos.
—Bien —empezó Jon de forma monótona—, me han comentado que quiere colaborar con el reportaje que estoy escribiendo acerca de esta fantástica región del norte de España que tanto gusta y tanto da que hablar gracias a la conocida serie de televisión y usted tiene una pequeña o graaaaaan miga que aportar, ¿cierto?
—Falso. —respondió Niklas.
—Me han mentido.
—Les he mentido yo —dijo Niklas.
—Les ha mentido usted. —Jon sonrió estupefacto mientras intentaba peinar su alborotado flequillo.
—No repita como un estúpido, por favor. No me interesa la serie, no me interesa su reportaje y no me interesa ese pueblo lleno de bestias.
Jon dejó escapar una carcajada. En ese momento llegó el camarero y le colocó una copa de anís en la mesa.
—Lo mismo que a ellos —anunció. Dio media vuelta y se marchó meneando su enorme barriga.
Jon no comprendía nada, pero empezaba a estar contento por haberse presentado allí. Las últimas semanas de reportaje se resumían en un vagar tedioso pasado por agua.
—Dígame entonces qué hacemos aquí.
—Soy el representante legal de Vasilisa Natilova, que llamaremos Lisa para que usted no se agote. Mi cliente desea pagarle generosamente por realizar una investigación cuando visite la vieja mansión de la familia Riesgo con la excusa de incluirla en su reportaje.
—Claro —asintió Jon— y ¿porque iba yo a incluirla en el reportaje?
—Porque se le pagará por ello.
—Evidente, que tontería. —Jon estaba disfrutando con la claridad del danés. Podría caerle bien, decidió mientras volvía a despeinarse el flequillo.
—Esa vieja mansión ha sobrevivido a la guerra civil —continúo Niklas—, entonces fue utilizada como cárcel de la Guardia Civil. Muchos comunistas fueron ejecutados allí y enterrados no se sabe dónde. Lo que sí sabemos es que antepasados de mi cliente dejaron la vida y sus pertenencias allí. Algunos fueron enterrados en la zona y algunas de esas pertenencias, casi con toda seguridad, se encuentran en los sótanos de la mansión. La señora Natilova desea que usted busque en dichos sótanos e intente recuperar un antiguo relicario familiar muy preciado por su valor sentimental.
—Fíjate —dijo Jon— que no sólo es investigar, ¡además tengo que robar!
—No se ponga así —le apaciguó Niklas con un ademán de la mano—, casi nunca visitan esa propiedad, gran parte de ella está derruida, la cuidan unos vecinos amigos de la familia Riesgo con los que concretará la visita.
—Tan fácil parece que no entiendo que no hayan conseguido recuperarlo sin mi.
—Es comprensible su sospecha —dijo Niklas—, mi cliente y la familia Riesgo llevan más de 50 años enemistados por este tema en concreto. Lisa ha intentado comprarles la casa, pero se negaban rotundamente a vender las tierras a una roja de mierda, cito textualmente. La disputa fue a mayores, hubo enfrentamientos directos entre las familias, agresiones y otros problemas que han terminado en juicios. Y entre otras cosas con una orden de alejamiento.
—¡Bravo! —exclamó Jon y se bebió la mitad del anís— Explíqueme ahora por qué cojones me iba a interesar todo este asunto.
—La primera razón: por dinero. Tres mil euros, por adelantado, solo por descubrir si existe el relicario. Yo le proporcionaré el dinero, dibujos y textos descriptivos de la caja y de la sala donde se cree que puede estar.
»La segunda razón, también por dinero. Otros tres mil euros si recupera la caja. Tercero, porque le hemos investigado, y sabemos que no está aquí apartado por decisión propia sino que su periódico y su editor le está dando una última oportunidad para no perder su trabajo por mala conducta, rayando la falacia, una limpieza a su mala reputación. Y finalmente pero más importante, porque está intrigado.
El rostro de Jon se oscureció y decidió el danés podría caerle mal. Era cierto lo que le había dicho, todo. Especialmente la curiosidad que le había despertado lo mal que encajaban las piezas.
Me oculta cosas, pensó.
—Pese a esta muestra de falta de tacto y respeto por la privacidad, acepto la proposición, señor Bastardoguard —Jon sonrió ampliamente—. ¿Ahora qué?
—Ahora usted firmará un contrato con mi cliente en el que se expone que realizará su biografía —dijo a la vez que extraía de un maletín a sus pies una serie de papeles—, así como todas las labores de investigación necesarias para dicha biografía, a cambio del precio final convenido, con una serie de cláusulas, tenga en cuenta especialmente la de confidencialidad, no hablará con nadie del tema. Por supuesto no se especifica ni se hablará jamás del robo, ni hace falta repetir que no hará ninguna biografía, sino lo que hemos hablado antes.
Leyó detenidamente el contrato y observó la firma, con una caligrafía exquisita, de trazos amplios, muy adornada. Antigua.
En ese preciso momento Niklas sacó del interior de su chaqueta una pluma estilográfica, tranquilamente le quitó el capuchón y se la acercó para firmar los documentos.
Jon había visto muchas estilográficas, la primera en manos de su abuelo, del que heredó alguna además de la afición y el gusto por ellas. Sabía con cierta exactitud de qué material estaba construído el cuerpo de una pluma estilográfica, apreciaba que clips podían ser más elegantes, si el ajuste del capuchón empezaba a ser defectuoso y le gustaba jactarse de vez en cuando de lo mucho que entendía del plumín.
La pluma de Niklas era la mejor que había pasado por sus manos. Firmó los papeles visiblemente excitado y pidió dando un grito dos copas de buen vino. Sintió la codicia en su interior.
—Esta es su copia, guárdela —dijo Niklas mientras él hacía lo mismo con la otra copia—. No hablará con nadie del tema, le llamaré para darle los documentos necesarios y el número de la familia Riesgo para concretar la visita.
El camarero dejó las copas de vino en la mesa y se llevó el billete con el que Jon le pagó asegurándole que se quedase la vuelta.
—No cierro ningún trato sin brindar. —dijo Jon mientras se levantaba con la copa en mano.
Entonces tropezó torpemente y se abalanzó sobre la mesa. Intentó desplazarse hacia un lateral pero el contenido de la copa se derramó en Niklas. Este empezó a jurar en danés mientras Jon quedaba prácticamente sentado sobre su regazo. Su copa voló y estalló contra la pared.
Forcejearon intentando ayudarse mutuamente en una absurda danza, hasta que finalmente Niklas cogió a Jon por los hombros y lo desplazó por el aire con tremenda facilidad.
—¡Bien! —exclamó Niklas— ¡fantástico!, ¡estupendo! Un brindis memorable, ahora me va a perdonar pero me marcho inmediatamente a arreglar el desastre que ha provocado en mi traje. Estaremos en contacto.
Recogió su maletín y se puso en marcha mientras Jon se disculpaba tontamente una y otra vez hasta que se quedó solo en la sala.
Jon se puso tranquilamente su chaqueta, guardó el contrato entre su pecho y la chaqueta y se fue de La Cueva con paso despreocupado dejando dentro al camarero y los otros cuatro discutiendo sobre las molestias generadas por el turismo de mala calidad.
Recorrió un par de calles de camino a la estación para coger el último tren de vuelta. Se detuvo un momento bajo el tejado que sobresalía de una casa, resguardándose de la lluvia, y con una sonrisa maliciosa se sacó del bolsillo la pluma estilográfica.
Unos metros más atrás, entre unas casuchas que se amontonaban como desmayadas, en la sombra de un recoveco donde podría estar una tasca cualquiera, alguien vigilaba a Jon.